jueves, 17 de abril de 2014

La conquista de la libertad.


Esa noche, Scott y Hella se unen a un grupo atraído por el paisaje a través de una pared transparente, a quince metros bajo la superficie del mar.

Están inmersos en una sinfonía de vida de peces y algas. A medida que absorben los detalles de esta brillantemente iluminada sección del arrecife, indagan en su patrimonio cultural. Observan el deambular de un camarón peq
ueño, mientras explora su entorno en busca de alimento. De pronto, pasa un besugo, abre sus fauces ―y ¡zas! el camarón ya no está. Llama la atención la graciosa coordinación de los ocho brazos de un calamar pequeño. De pronto, un jurel caribeño viene y lo agarra justo en medio. Los brazos se agarran inútilmente alrededor de la boca del jurel. Acto seguido, el jurel es atacado por una barracuda, y el calamar es liberado inmediatamente, a la vez que el jurel huye por su vida. La barracuda desciende y agarra al ahora lesionado calamar con sus afilados dientes. En tres sacudidas es devorado.

Scott y Hella están impresionados con la ferocidad de la vida en la jungla submarina ―el cruel funcionamiento de la supervivencia del más fuerte, el inevitable conflicto provocado por la escasez. “Bienaventurados los humildes”, cita Scott. “Pero los humildes no consiguen sobrevivir en la selva. Si los animales o las personas tienen que luchar unos contra otros para conseguir lo que necesitan, se vuelven brutales. Tienen que ser insensibles y despiadados ―les podría costar muy caro solidarizar con el dolor de los demás”.

“Estamos sumamente en deuda con nuestros ancestros por haber pasado a través de esas primitivas etapas para que por fin nosotros pudiéramos vivir como verdaderos seres humanos”, señala Hella mientras observa a un lúdico pez espada alrededor de un arrecife coralino color lavanda. “Nuestros ancestros tenían la ilusión de libertad ―nosotros sí tenemos verdadera libertad”. “Sólo recientemente hemos alcanzado la libertad de las anticuadas labores y rutinas”, continúa Scott. “Libres de las luchas económicas, de las millones formas de agresividad, de los constantes ataques de ego y de que se nos diga siempre lo que debemos hacer.

Aun cuando nuestros antepasados tenían suficiente comida en el estómago y un techo sobre sus cabezas, todavía había una gran escasez de amor, afecto y seguridad emocional para satisfacer las necesidades de su ego”. “Sí”, añade Hella, “y las sociedades del pasado tenían intrincadas formas de dar estatus a las personas que les permitía sentirse por encima de los demás ―para tratar de obtener una sensación de valía personal mostrándose, en algún sentido, mejores que el resto.”

“Supongo que la mayoría de los problemas giraban en torno a la escasez”, dice Scott. “Las personas necesitan sentirse seguras para poder compartir desinteresadamente con los demás”. “Intentaban obtener seguridad mediante la aprobación de leyes”, sonríe Hella. “Tengo entendido que en siglos anteriores miles de leyes eran aprobadas, año tras año, diciéndole a las personas lo que podía o no podían hacer”. “Hace años que los tabúes o las leyes eran forzadas sobre los individuos por la sociedad”, dice Scott. “las culturas del pasado solían etiquetar las cosas como correctas o incorrectas, buenas o malas, morales o inmorales, legales o ilegales. Estas cosas, a veces, cambiaban de una provincia a otro, de un país a otro y, ciertamente, de una cultura a otra”. “No deberíamos estar tan orgullosos”, advierte Hella.

“No fue sino hasta hace sólo dos décadas en que hemos podido prescindir de la última ley, el último abogado y la última sala de tribunal. Sólo en nuestra época podemos estar seguros de confiar plenamente en los seres humanos, gracias a que son criados en entornos que deliberadamente evitan los condicionamientos causantes de las hostilidades. ¡Personas felices y plenas no cometen delitos!”.

“No estoy tan seguro de que todo sea cuestión de confiar en la gente”, resume Scott. “No estoy seguro de poder confiar en que no me haré daño, a mí o a terceras personas, si me ponen a conducir uno de esos automóviles del siglo pasado. Hemos utilizado la tecnología para evitar herirnos a nosotros mismos o a los demás. Trata de imaginarlo, Hella. Ellos no tenían controles automáticos. Simplemente aceleraban a lo largo de esas estrechas carreteras. La tasa de mortalidad por accidentes automovilísticos era espantosa y la de heridos aún peor.

En los Estados Unidos, los accidentes automovilísticos ¡mataban más gente cada año que sus guerras! Esta masacre era absolutamente innecesaria. Han pasado varias décadas desde que una de nuestras unidades de transporte lesionara a alguien”. “La disponibilidad de aeronaves de mediano alcance, como la que utilizamos para venir aquí, fue suspendida durante cuatro años hasta que los dispositivos de control de proximidad fueran perfeccionados”, dice Hella.

“Este sistema de seguridad reduce la probabilidad de un accidente a menos de una en seis billones. El peligro de un accidente es menor que el de ser alcanzado por un rayo”. “Sí. Al entrar en la aeronave, recuerdo haber leído la probabilidad de tener un accidente en la placa de identificación”, responde Scott. “No hay un ‘Gran Hermano’ tomando las decisiones por nosotros. Se nos exponen los hechos y las probabilidades y, soberanamente, tomamos nuestras propias decisiones”.

“Viendo esos peces allá afuera”, dice Hella, “me doy cuenta de hasta qué punto ha logrado avanzar la humanidad. Finalmente podemos ser nosotros mismos ―pensar lo que queremos, sentir lo que queramos, vivir las experiencias que queramos―sin tener que lastimar a los demás.”

Fuente:
Libro “Mirando hacia adelante” de Kenneth S. Keyes, Jr. And Jacque Fresco.
(Escrito en el año 1969).

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